Emboco la calle y así de cuajo me saca de mis pensamientos la imagen de un hombre alto, que se adivina joven, caminando de espaldas y lanzando besos con las manos. Besos coordinados, como siguiendo un compás: una mano y luego otra, izquierda derecha. Tan altas las manos como grandes quiere que sean sus besos. Se los lanza a una niña en brazos de una madre, la suya, que camina de frente con paso ágil y rápido.
Yo decido no mirarlo cuando se de la vuelta. Es tan tiernamente ridícula su figura que prefiero no abochornarle y hacer como que yo iba a lo mío. Como que yo no mire es imposible y está por ver, lo miro. Y veo a un hombre llorando que balbucea un sonido ininteligible que puede ser el principio de todas y cada una de las maldiciones y palabras feas que tú sepas. Ese hombre no me ha visto, ni un regimiento entero que se hubiera cruzado con él lo habría sacado de su pena.
Cuando la calle se ensancha a la vuelta de la esquina, la mujer se pierde de su vista y besa a la niña, que seguro que no está llorando, porque no sabe que tenga que llorar, todavía.
Para ese entonces, el hombre ya camina de frente y ha decidido no mirar hacia atrás.
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