sábado, 30 de julio de 2011

Cádiz







Esto es una tarde-noche en la Playa de Santa María. A la playa fuimos cuando comprendimos que ya no habría tanta gente, a eso de las 9.30 de la noche. Y nos dieron las 11. Nada más llegar y descalzarnos, nos tropezamos con 11 viejas jugando al bingo. Reconcentradas y serias. Inmutables. La que cantaba, cantaba. Las demás no levantaban cabeza de sus cartones o lo que fuera que tuvieran sobre sus piernas. Cuando nos íbamos a eso de las 11 horas, nos topamos con un matrimonio mayor con sus hamacas tomando el fresco. Sus hamacas y unos chales sobre los hombres. Sin hablar, solo allí, estando, con la vista perdida en el infinito. Y te das cuenta al instante que es lo que hacen noche tras noche: cruzar la calle, bajar a la playa y tomar el fresco hasta que les entra el sueño. Como mis padres lo hacen en la puerta de la calle. Para ellos la playa es la acera de su calle. Tan metida y normalizada está la playa en sus vidas, de una manera que a mi no deja de sorprenderme y de producirme envidia.

No ir a la playa a la hora que todo el mundo lo hace se entiende por la innata aversión a las playas urbanas que padezco. Hasta que al día siguiente por no saber qué hacer  para sofocar el calor y porque antes que la piscina del hotel lo que sea, nos decidimos a ir a la Caleta:


A la Caleta se entra por una puerta así. Esto era un domingo al mediodía. Y nos lo habían advertido: se llena hasta arriba de la gente de Cádiz. De Cádiz, digo. Porque de Puertas de Tierra para fuera es donde viven los beduinos. Así que estamos en la Caleta, la única playa de Cádiz pues. La Victoria, Cortadura y todo eso es otra historia.


No pudimos estar más a gusto. Tengo que volver en invierno para las fotos; el sitio lo merece.

Una farola que quiere ser álamo



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